Se avecina tormenta

Ella fregaba mientras el viento formaba remolinos alrededor de sus cabellos. Pronto el silencio dejaría de reinar en la casa. Pero mientras, ella respiraba hondo, metida en sus labores, sin olvidar lo que estaba a punto de pasar, más tarde o más temprano.

Pero ahora no. Ahora podía estar tranquila.

Él había hecho algo mal, pero no lo sabía. En realidad, los hombres nunca lo saben. Se les presupone ciertas habilidades a los hombres que no son tales. Aunque él no era ajeno a lo que podía pasar. Muchas opciones no tenía.

Ella fregaba y él, tumbado en el sofá. Disfrutando de la calma y el silencio.

Pero él llegó. Y con él, el ruido. Ella seguía fregando pero su gesto se retorcía mientras sus manos enjuagaban los vasos frenéticamente. Se acabó el silencio y el ruido lo invadió todo. ¿Qué importaba por lo que estaban discutiendo? Cuando discutes continuamente, el argumento no importa.

Ella llegó, cansada de aguantar a alguien que manda en su destino laboral. No tardó en pararse a mirar. Y en recriminar. Miró al sofá. Y ahí estaba él, blanco perfecto para las iras del jefe que se traslucían a través de ella.

Ella dejó de fregar y respiró hondo. Él, también.

«Se avecina tormenta», pensaron los dos.

Ambos se elevaron sobre los ruidos que azotaban sus cuerpos haciéndoles sentir inútiles ante todo lo que les rodeaba. Ruidos sobre no satisfacer al hombre, sobre estar más delgada. Ruidos sobre ganar más dinero, sobre no satisfacer lo que una mujer anhela (sea eso lo que quiera que sea).

Salieron corriendo calle abajo como almas que lleva el demonio, a refugiarse bajo un árbol cuando el aliento daba sus últimas bocanadas.

Se miraron y se encontraron. Tímidamente sonrieron. La lluvia hacía acto de presencia…

 

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