Adiós a las sombras
Le pegó una calada intensa al cigarro, de esas en las que el humo entra directamente a los pulmones. La bocanada le permitía medio segundo de inconsciencia antes de seguir escribiendo el próximo párrafo. Esta vez la pausa fue un poco mayor. A veces le pasaba, cuando cogía ritmo podía escribir del tirón, pero otras veces, al pararse, perdía fluidez. Lo sabía, pero tampoco le molestaba.
Lo que sí le incomodaba era la sombra. No la hacía mucho caso, pero ahí estaba y desde hacía un tiempo estaba cansado de ella. Como si fuera pesada y frágil a la vez. Un hastío. Una incomodidad rutinaria que cada vez era más impertinente.
El engorro de la sombra lo entretuvo mientras seguía contando la historia de la joven rebelde a la que la vida le dice que eso no se toca. No sabía por qué estaba escribiendo sobre esa chica, ni siquiera recordaba cuándo había empezado a dibujarla en su mente. Una idea recurrente de hace muchos años a la que debía rendir tributo (pensaba para sus adentros), una manera de liberar demonios. El caso es que ya no sabía ni por dónde asomaba la historia de la chica, perdida en trivialidades. Dio otra calada a su cigarro. La habitación olía a tabaco quemado, con apenas un poco de luz de un flexo. El conjunto del escritor.
Se pasó la mano derecha por la barba mal definida en sus aristas, algo ásperas, y se atusó el pelo. Todo él olía a tabaco y a mal humor. Ya no le importaba ni la chica ni la historia, ni siquiera el tabaco. Como impotente, miró al suelo con gesto cariacontecido. Sabía perfectamente lo que estaba pasando pero no lo había verbalizado: estaba cerrando las puertas más negras de su alma.
Todo comenzó hace seis días, cuando paseando por entre las hojas, sonrió a un niño que corría tras una pelota. Con sus piernas a medio hacer, el niño enfilaba la cuesta detrás de su objetivo sin importarle nada más. Cuando lo hubo atrapado con ambas manos, se cayó de culo en el suelo. No le importó, la pelota era suya.
A nuestro hombre le pareció que podía escribir sobre ese crío, sobre su seriedad y determinación para conseguir las cosas. En el futuro sería un gran hombre. Esa era la idea, ser un gran hombre haciendo las pequeñas cosas diarias. Resolvió que podía escribir sobre ello, pero al llegar a casa ya se le había olvidado el niño porque su perro le había lamido la cara entera al cruzar el umbral.
Así que volvió a la calle capitaneado por su perro, que comandaba a todos los perros del vecindario, o eso le pareció a él. Podía escribir sobre su perro, sobre su perro que, cual Napoleón, mandaba a sus huestes. Recordó que no le gustaba la guerra así que desechó la idea. Tampoco se acordaba del niño.
Al día siguiente se levantó con una leve jaqueca y náuseas. No recordaba muy bien lo que había cenado pero quedaba claro que su cuerpo quería expulsar algo. Caminó hacia el baño y al reflejarse en el espejo vio la sombra. Ahí seguía, impertérrita, mirándole. Esperando.
Intentó no hacerle mucho caso porque era algo rutinario pero el hombre era cada vez más reflexivo sobre ella. No recordaba cuándo vino, pero ahí estaba. No era mucha molestia o al menos podía sobrellevarla bastante bien. Le acompañaba mirando las noticias, comiendo, en la ducha. Lo miraba. Él no podía verla directamente, solo a través del espejo.
Un par de días después quiso continuar la historia de la joven a la que todo el mundo le niega un futuro ganado por derecho. Pensaba que era buena historia y continuó lo que llevaba escrito con profusión, en largas tandas de escritura mezcladas con mucho tabaco y poco sol. Parecía que la acción iba desarrollándose conforme a lo que él consideraba y se fue a la cama satisfecho al ver que había progresado mucho. La sombra también se dio por satisfecha.
Al día siguiente se levantó con menos jaqueca y pocas náuseas. Recordaba haber cenado poco y se puso inmediatamente a escribir. Antes, pasó por el baño para lavarse la cara. La sombra estaba ahí. Esperando.
Se puso a relatar la historia pero cada palabra que iba añadiendo se iba alejando en fondo y forma de la idea principal. Parecía haber tenido una buena historia y la estaba encauzando. ¿Qué pasaba, pues, ahora? Se levantó asustado, no era capaz de encontrar su voz en la historia. Había perdido el hilo. No encontraba el tono.
Comenzó a desesperarse. Daba vueltas fumando por el salón, se tiraba de los pelos. La habitación cada vez tenía menos luz y todo se volvía tenue, cerrado, miserable. Tras una jornada intensa de trabajo, había perdido la inspiración.
De pronto, comprendió.
Salió corriendo hacia el baño y en el espejo no había rastro de la sombra. No estaba. ¿Qué había pasado? ¿Se había, sencillamente, ido? Reflexionó en voz alta. No era posible, no podía haberse ido de un modo tan fácil. Pero no podía negar lo que señalaban sus ojos. No estaba.
Era una situación nueva para él y, quizá por la novedad, sintió miedo. Decidió salir a dar una vuelta con su perro. Al volver entre atascos, gritos de vecinos y pitos de automóviles, agradeció volver a casa.
Al pasar cerca del baño, se asomó al espejo. La sombra había vuelto.
Se puso a escribir y aunque al principio los dedos tardaron en habituarse al ritmo en unos minutos funcionaban de nuevo de manera coordinada. La joven rebelde seguía peleando contra el mundo pero las palabras usadas iban siendo distintas: donde antes había un tono triste, ahora salía uno melancólico; donde había un negro, ahora había un rojo.
Revisó el texto escrito esa tarde y, para su asombro, acertó a comprobar que su texto estaba siendo definitivamente modificado. La sombra seguía ahí, mirando, pero él no le quiso dar ningún indicio de sospecha. Sospecha que él iba intuyendo: el texto de la joven rebelde era un texto feliz. Estaba mutando a un texto alegre.
Nuestro hombre se dio inmediatamente cuenta de las repercusiones que podía tener en la sombra y en su escritura. Si él, que había estado desde el principio con la sombra (él no lo recuerda ya, pero hubo un tiempo en el que la sombra no estaba allí cuando él escribía) hasta tal punto de haber definido su manera de escribir y su manera de ser, ya no era él, ¿qué pasaría ahora?
No quiso hacer ningún gesto que alertara a la sombra, así que fingió naturalidad. Como si no hubiera pasado nada. Encendió otro cigarrillo y miró a su perro, deseoso de salir a la calle.
Y así nos encontramos el día de hoy, donde nuestro hombre ha perdido fluidez al encenderse un cigarrillo pero no le molesta. Porque, en realidad, lo está provocando.
En la cama, mientras dormitaba, se dio cuenta de que si permitía que fluyeran distintos pensamientos y distitntas percepciones a lo largo del día su escritura se vería modificada y, quién sabe, podría olvidarse definitivamente de la sombra. Pero lo primero era no levantar sospechas.
Hizo sus rutinas de siempre, se levantó, fue al baño, miró a la sombra, cogió al perro y bajó a dar una vuelta. Esta vez cambió la dirección de sus pasos habituales, pasando por calles que normalmente no recorría. Decidió comprar el periódico (algo raro en pleno siglo veintiuno) y sentarse en un parque al sol, haciendo como que leía para que la sombra no albergara sospechas. Miraba por encima de las hojas a los niños andando con sus abuelos, a la gente más mayor haciendo ejercicio, sonriendo, alegres. A parejas de adolescentes que se saltaban las clases para poder besarse, a mujeres empujando carros de la compra.
Cuando se disponía a levantarse e irse del parque se cruzó con una chica a la que se le acababa de romper una tira de su bolso e intentaba arreglarlo. A su lado pasó un señor mayor en chándal de la mano de un niño de ojos azules. Un perro enganchaba su correa en las piernas de su dueño. De pronto, el riego del parque fue accionado como por arte de magia y todos los presentes comenzaron a correr sin orden. Nuestro hombre salió disparado, empapado, a refugiarse fuera del parque junto a la chica del bolso, que tenía el pelo mojado, y el abuelo con el niño, que reía de lo lindo.
Miró buscando a su perro. Ahí estaba, bajo los charcos, saltando.
Se echó a reír. Rió mucho. El niño se contagió de su risa y juntos no paraban de reír. La chica también sonreía, aunque el bolso no se arreglaba. El abuelo contemplaba la escena con una sonrisa al tiempo que el perro venía a saludar a su dueño y a quitarse el agua de su cuerpo.
Todos intentaban frenar al perro pero la sonrisa del mismo sabía lo que iba a pasar: todos iban a estar empapados de nuevo.
Nuestro hombre se excusó al tiempo que agarraba a su perro. Cuando lo hubo sujetado, vio que la falda de la chica estaba llena de barro y la cara del abuelo también tenía restos. El niño no paraba de reír. El riego ya había sido desconectado.
Avergonzado, nuestro hombre pidió disculpas a los dos (el niño no las necesitaba) y quiso compensarles por las manchas. El abuelo hizo una serie de gestos incomprensibles que nuestro hombre tradujo como «anda, quita, quita» y se alejó al ritmo de la risa del niño. La chica aceptó la disculpas y le dijo que no se preocupase.
Nuestro hombre quiso pagarle el tinte o al menos un café para que pudiera limpiar la falda pero la chica le dijo que no se preocupara, que no era necesario, y se fue andando con el temor a un nuevo riego que saltara de la nada. Él se atusó el pelo mientras su perro estaba tranquilamente (ahora sí) a su lado.
Se encaminó a casa, pensando en todo lo que le había pasado. Como tenía mezcla de agua y barro se desnudó y se metió en la ducha. Al salir le entró hambre y se puso a ver una película.Sonrió al recordar lo que le acababa de pasar.
Cuando se dirigió al escritorio, miró su texto. No lo reconocía. Se puso de pie para examinarlo con atención. Se encendió un cigarrillo pero la calada le dio tanto asco que lo apagó inmediatamente. Tosió y abrió las ventanas. Se filtraba la luz, el aire corría.
Con el papel en la mano se dirigió al espejo del baño. Frente a él, la sombra le miraba.
Carraspeó un poco y, entonando, dijo con decisión: «Ella cerró la puerta a las sombras. Y el mundo lo entendió.»
Volvió a mirar al espejo. La sombra ahí seguía.
Se sintió un poco decepcionado, pero no se desanimó. Algo había cambiado.
Al día siguiente volvió a hacer el mismo recorrido y se cruzó con el niño y su abuelo. Todos estuvieron atentos al riego. No había rastro de la chica. Volvió a su escritorio, el texto seguía cambiando.
Vuelta al recorrido del día anterior, saludo al pequeño Tomás y a su abuelo Pedro, todos mirando al riego. Pequeños paseos con Bicho, que todo lo huele. Ella no está.
El texto sigue cambiando y él ha decidido dejar de fumar. La sombra sigue mirando.
Saluda a Tomás, al que le ha comprado una piruleta, y a Pedro, que se queja de la poca suerte que tiene su hija con los trabajos. Porque no se calla, según él. La chica no está. El riego sigue funcionando bien aunque a veces suelta cierta agua.
La sombra sigue mirando. El texto sigue cambiando.
Saluda a Tomás y a Pedro. Pedro le dice que está mejor sin barba, que se quita años. Que dejar de fumar le hace bien. Que su hija sigue buscando trabajo. Hay una chica cruzando el parque, pero no es la chica del bolso.
La sombra mira. El texto ha mutado.
Pedro le dice a nuestro hombre que es el cumpleaños de Tomás. Nuestro hombre le dice que le debe un regalo. Llega la hija de Pedro, que aparcar por aquí es imposible. Saluda a su padre y a su hijo. Tomás le cuenta que es el hombre del riego y dueño de Bicho. Nuestro hombre recuerda la escena. La chica del bolso cruza cerca de ellos pero nuestro hombre no la ve. La hija de Pedro se llama Elena y sonríe tímidamente.
La sombra muere. El texto ha terminado.
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