El fútbol, ¿el deporte del pueblo?

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Con todo el revuelo acaecido por la decisión de formar una Superliga con 12 clubes europeos se ha puesto de manifiesto el poder vertebrador que tiene el deporte en la sociedad. Hemos visto cómo fans de algunos equipos se quejaban a las puertas de los estadios, cortando incluso el acceso a los equipos a sus instalaciones. Por otro lado, hemos asistido a una rueda (corta, eso sí) de explicaciones sobre las bondades de la Superliga por alguno de sus integrantes.

La premisa principal es la falta de dinero debido a la situación pandémica del COVID-19. O al menos eso es lo que exponían los interesados como caballo de Troya. Esta paradoja, la de los ricos que no son pobres sino menos ricos, no es exclusiva del deporte y es más antigua que la propia creación del mismo. La avaricia, el sentimiento de poder y la poca disposición de los que mandan en la búsqueda de un reparto equitativo (lo que haría perder sus privilegios) han hecho que la sociedad, o al menos aquella que está interesada por el fútbol, haya levantado la voz ante lo que consideran una injusticia.

No deja de resultar chocante que esta situación futbolística no difiere en grado sumo de lo que acontece en otros ámbitos de la sociedad, donde la pandemia ha dejado a los más vulnerables en una situación más precaria si cabe y ha destapado las vergüenzas de un sistema que hace aguas por varios sitios, especialmente en aquellas redes de cuidados que nos permitían cierta calidad de vida. Yendo un poco más allá, ha desnudado nuestra propia hipocresía esfumando una falsa sensación de seguridad que ha saltado por los aires en cuanto hemos tenido que elegir entre la colectividad y lo individual. Hay miles de ejemplos en la historia de Europa y su colonialismo como para exponerlos aquí.

Estas revueltas futbolísticas, con clubes poderosos queriendo esquilmar (todavía más si cabe) los recursos deportivos y la reacción de la gente en calles y redes sociales ha despertado un mantra del cual se deduce que el poder del pueblo ha acabado con las ansias de poder de los ricos, haciendo ver que el pueblo ha vencido a su amo a través de un arma popular como es el fútbol. Se ha decidido, por tanto, que el fútbol es de sus aficionados y que pertenece al pueblo.

Pero en realidad, el deporte no se creó por el pueblo. Y nunca sirvió a los propósitos que hemos leído últimamente.

El nacimiento del sport surge cuando la aristocracia tiene tiempo libre para dedicarse a cosas más mundanas. Si bien la figura de Thomas Arnold ha sido siempre glorificada como el padre del deporte, no hay que olvidar que sus motivaciones no iban dirigidas al campesinado sino a unos aristócratas con capacidad para el bon vivant. También se atribuyen alabanzas al misógino y a la vez paladín de los Juegos Olímpicos, el Barón de Coubertain, quien potenció el espíritu de competición de la antigua Grecia con renovados intereses económicos y políticos.

No nos engañemos, el deporte siempre fue un instrumento para controlar a las masas, el denominado «opio del pueblo» que sustituyó a la religión. Ortega y Gasset ya defendía las virtudes del deportes en los jóvenes varones e insuflaba la exaltación patriótica. Esto ya fue criticado por Hébert, quien aludía al sexismo, la discriminación y el patriotismo barato. Más tarde, el consumismo, la violencia y el uso del dopaje pusieron de manifiesto que el deporte era una coartada para alienar a las masas. Baste reseñar que en la Rusia zarista se veía con malos ojos que los ciudadanos rusos se reunieran para jugar al fútbol debido a las posibles consecuencias que eso podría llevar en forma de sindicatos en las fábricas o disturbios en las calles.

Entonces, ¿por qué se dice que el fútbol es el deporte del pueblo? Para empezar, habría que aclarar que el fútbol es un deporte popular en nuestro país, pero popular en este caso es sinónimo de fama y no de pueblo. Es cierto que en Europa el fútbol moviliza masas, pero en otros rincones del planeta no, así que el ombliguismo es algo a descartar. Por otro lado, la propia naturaleza del deporte hace que sea sencillo de practicar (de ahí su expansión en el siglo XX) pero eso no significa que se entienda su complejidad.

Para entender la verdadera naturaleza catártica que el fútbol suscita en la población hay que comprender algunos de sus rasgos:

  1. Lo fácil que es jugar al fútbol: se necesita una pelota y algo que haga de portería (mochilas y piedras en el pasado, una pared, cualquier cosa…). Se requiere poco material y el que se usa no es caro, más allá de unas botas y un buen balón. Para otros deportes se demandan canastas, redes, aros, palos, stick, raquetas… material más variado y menos masificado.
  2. Pueden jugar muchas personas a la vez: mientras que al baloncesto o al voleibol, entre otros, hay unas delimitaciones de espacio, al fútbol pueden jugar muchas más personas porque su espacio es grande. Solo hay que mirar antecesores del fútbol donde jugaban pueblos contra pueblos llevando una especie de pelota. Se podría pensar que ahí hay un origen popular pero en realidad el deporte tal y como lo conocemos hoy en día no tiene nada que ver con ello.
  3. Los iconos futbolísticos en el imaginario popular: en una Europa asolada por la Segunda Guerra Mundial la creación de la Copa de Europa fue un impulso de enfrentamiento/unidad por la competición. La aparición de la televisión, entrando en las casas de la gente, ayudó bastante, al igual que años más tarde el videoclip y los anuncios auspiciaron el fenómeno Jordan. El uso de las imágenes por parte de los gobiernos impregnaba las casas de los conciudadanos, quienes se veían reflejado en las hazañas del Real Madrid en Europa, por ejemplo. Más tarde, la televisión en color y el mito Maradona harían el resto.

Todos estos elementos han hecho que en Europa el fútbol sea un deporte de masas, pero eso no significa que sea mejor que otros deportes ni que sea propiedad del pueblo. Ya Parlebás exponía que el deporte puede tener valores buenos o malos dependiendo de su uso. Por tanto, el deporte es simplemente una herramienta más en la convivencia de la sociedad. Y tan buenos como malos pueden ser los valores en el fútbol como en el balonmano, la esgrima o el hockey patines. La diferencia estriba en su repercusión (en USA no es el fútbol, o no solo el fútbol, el que reivindica cosas).

Dado el poder de influencia que tiene el fútbol en Europa se tiende a pensar que le pertenece al aficionado, cosa que nunca, o al menos hace tiempo, ha sido cierta. Desde la fundación de un club, pasando por los socios del mismo, los vetos a la entrada de terceros (por nacionalidad u otro tipo de causas), las condiciones para ser presidente o la inclusión de fondos de inversión en clubes, agencias de representación y de futbolistas, un club de fútbol es de aquellos que ponen el capital y proyectan, de manera interesada, su imagen para promocionar un producto, una persona o un grupo. La filantropía podía haber estado en su génesis, pero en pleno siglo XXI donde ser solidario es un acto revolucionario, el entorno del fútbol no difiere mucho del encarnizado mundo de Wall Street.

Nos quedarán historias, clubes, momentos indelebles en nuestras retinas. Hay clubes como el Sankt Pauli que tienen un modo de ver la vida y la aplican en el deporte. El Livorno tiene una identificación con su ciudad. Hay varias imágenes que refuerzan la idea de solidaridad y respeto, el fair play, pero son solo eso, imágenes sin un poso estructural por lo general. Los clubes y sus presidentes viven en su jaula dorada y expanden, a través de los medios y redes sociales, lo que de ellos quieren que se diga. Por eso es popular y no del pueblo.

El fútbol tiene solidaridad ante la tragedia de Hillsborough pero también hooligans desenfrenados en las calles. Tiene gestos de donación de médula pero dopaje sistemático. No es ni bueno ni malo. Solo depende de su uso. Como todo en nuestra sociedad, aquello que hacemos nuestro mientras nos manejan con sus hilos.

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