Cuando uno comienza en el mundo del fútbol entiende que el vestuario es un lugar sagrado que no se debe manchar de puertas hacia fuera. Es el espacio de los jugadores, de sus juramentos, dudas y miedos. El lugar donde el entrenador no alcanza. El núcleo mismo de un equipo de fútbol.

Eso se aprende desde el minuto uno. «La ropa sucia se lava en el vestuario», suele decirse, y es una verdad a medias. Porque un vestuario es permeable a lo que hay fuera, no es un búnker y no se puede bunkerizar. Un vestuario está compuesto por jugadores, roles y jerarquías, pero sobre todo está formado por personas que tienen miedos, dudas, inseguridades, problemas personales, desvelos, lesiones, alegrías y demás facultades naturales del ser humano. Y eso muchas veces se filtra a través de las paredes del vestuario, que en ocasiones son menos gruesas de lo que deberían ser.

Cuando era jugador he tenido actitudes que sentaban mal a mis entrenadores y yo pensaba que eran lícitas. Era egoísta y no veía más allá de mi metro cuadrado de juego. Con el tiempo, aprendes los códigos. Y siempre, siempre, se acepta una cosa: tu compañero no tiene la culpa de tu situación en el equipo. Él tiene tanto derecho como tú para jugar, así que a no ser que el entrenador te quite del campo o no te ponga y prefiera jugar con diez, debes asumirlo. Tú estás en una plantilla y se te permite entrenar, pero no se te asegura jugar. Y menos en la élite deportiva.

Las veces que he tenido encontronazos con mis entrenadores he intentado hablarlo a solas, en persona. Acercar posturas. No es pedir explicaciones sino entender qué está pasando. A veces lo entendía, a veces no estaba de acuerdo, otras, las menos, no entendía lo que se pretendía. El tiempo es un poderoso aliado que da y quita razones.

Todos hemos tenido «garbanzos negros» en un vestuario. Compañeros que se quejaban cuando no jugaban, que ponían caras, que amenzaban con irse. Que hablaban mal de los compañeros o del entrenador. Esa gente hace un daño terrible, pero se les elimina con facilidad: elevando la exigencia del equipo. Un garbanzo negro nunca da la talla y es cuestión de tiempo que lo deje.

Lo que sucede la mayoría de las veces es que no son garbanzos negros, sino malentendidos que no se han hablado, actitudes, lenguajes corporales, señales que tomamos como verdaderas y que no son tales si se hablara y se preguntara. Y en eso el entrenador debe hacer por entender al jugador. Pero el jugador también tiene que ir con la mente limpia y no olvidar su lugar. Es labor de todos hacerlo en beneficio común. Si no es así, es mejor que cada uno vaya por su lado.

Los códigos de vestuario son, como muchas cosas en la vida, invocados a conveniencia pero poco aplicados en la realidad. Parecen lejanos, de otro tiempo, donde un jugador podía irse a tomar algo con su entrenador sin ponerlo en las redes sociales, sin una prensa (llámense amigos o padres en fútbol base) constantemente alerta para sacar a relucir flaquezas interesadas. Un tiempo donde la gente se vestía por los pies y se daba la mano para acordar las cosas. Y eso no tiene que ver con la apariencia, los gritos y la imposición, sino con ser firme en tus ideas y establecer líneas rojas.

Gobernar un vestuario exige capitanes a la altura. Y hay muchos tipos de liderazgo. Unos se expresan con la palabra, otros con el ejemplo, con el balón, o con la experiencia. Y todos han pasado por procesos donde han cometido errores. ¿Cómo no va a cometer errores un niño de 20 años que es, en palabras de Marcelo Bielsa, un millonario prematuro? Para eso están los capitanes, para llevar el barco a buen puerto, dando tirones de orejas cuando toca, alabando cuando se debe, compitiendo cuando toca. No es fácil ser buen capitán, pero es muy fácil ser un mal capitán. Igual que mal compañero.

Como entrenador, he tenido vestuarios a favor y en contra. Y todos los he resuelto de manera parecida: analizando problemas, detectándolos y aplicando lo que he considerado mejor para el grupo. Cuando he antepuesto algo distinto ha sido terrible para mí y se ha notado en el campo. Así que, llegado a un punto, decidí no volver a hacerlo. Probablemente esto que comento le haya pasado a todos los entrenadores, pues todos, desde Hogan, pasando por Michels, Herrera, Guardiola, Mourinho o Zidane,  han tenido que enfrentarse a vestuarios recelosos, amistosos o directamente de uñas. El asunto no es cómo ganártelos, porque tampoco consiste en eso: el asunto consiste en cómo hacer que compitan lo mejor que saben. Y cada entrenador tiene su librillo. Lo único que debe hacer es no traicionarse.

No hay nada peor para un vestuario que el jugador que pone caras largas cuando no juega. Además, le da motivos al entrenador para no ponerle. Elegir el camino fácil no vale ni en el deporte ni en la vida. Si además eres un jugador de élite, de los elegidos, debes aprender de lo que pasa para no cometer el mismo error dos veces.

Hay tantos tipos de vestuarios como personas conviven en este mundo. Y son igual de imperfectos que las personas que habitan en él. Entenderlo, asumirlo y trabajar para que todos vayan en la misma dirección es una tarea oscura, lejos de los focos. Pero la recompensa es eterna para que, cuando vayas por la calle y te encuentres con un jugador  o entrenador tuyo, puedas llevar la cabeza alta.

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